martes, 5 de enero de 2010

Esa extraña adicción


El mundo de las adicciones es tan laberíntico como fascinante: no importa cuál se la necesidad (alcohol, dinero, juego), todo se aloja en una misteriosa zona del cerebro que pide la recompensemos con eso que nos produce tanto bienestar.
Esa introducción viene a cuento de que mi adicción es tan extraña como simple. Una adicción que sólo quien siente (y no quien trabaja) como periodista puede entender. Esa necesidad de salir corriendo a buscar la noticia, a estudiarla, a desmenuzarla, a buscarle la quinta pata para luego reconstruirla desde nuestra óptica.
Despotriqué cuando fui elegida para cubrir la muerte de Sandro. Despotriqué porque es gratis. Pero en el fondo, estando ya dentro del Congreso, sintiendo todo ese extraño amor que las mujeres emanaban por el mito, algo en mí me hacía sentir la más feliz del mundo. Una sensación parecida a la que siente un adicto recompensado.
Es ese fuego sagrado lo que nos hace ser periodistas y no arquitectos o trabajadores de un peaje. Es esa sensación de estar escribiendo la historia, de vivir para contarla (parafraseando al gran García Márquez) lo que siempre nos hace volver a la redacción como si el mundo empezara de nuevo. Esa percepción de que nunca terminamos de dar las noticias, de que las noticias nos carcomen. Son tan rápidas que nos devoran y nos roban horas de sueño y tiempo para estar con nuestros seres más amados y sin embargo seguimos detrás de ellas, buscándolas, como corriendo una carrera que nunca vamos a ganar.
Hoy, mientras Sandro dormía en el Salón de los pasos perdidos, volví a renovar los votos de confianza con mi oficio. Como esas parejas que pasan una vida juntas sin poner en duda siquiera una vez cuánto se aman. La certeza de que pase lo que pase, este matrimonio periodístico durará una vida.