miércoles, 30 de diciembre de 2009

Marrakech nunca más


Hay lugares a los que no quisiera volver jamás. Y Marrakech es uno de ellos. No es que sea un destino insufrible, sino que tan solo una vez estuvo bien. Relaciono ese pensamiento con aquellas cosas que sobrevienen en una ocasión y nos toman por sorpresa de tal forma que repetirlas le quitaría el encanto. Como esos golpes de suerte que bastan una vez en la vida. Alcanzan y sobran una vez.
Hace tres años que viajé a Marruecos. Ignorante de lo que podría llegar a ver, me subí a un avión que me dejó en España y comencé la (quizá) aventura más extraña de mi vida. Sin quererlo, ya estaba en Africa.
Con dolor de estómago, apenas aterricé en un sombrío aeropuerto entendí algo: las mujeres hablan por sus ojos. Van tapadas, con apenas los ojos descubiertos. Cubiertas porque en el cabello se aloja la dignidad. ¿Cómo me verían entonces con esta cabellera por la cintura?
Nunca tuve los sentidos más a pleno: todavía escucho los sonidos de la plaza Jamaa El Fna, aún conservo los aromas de las especias desparramadas en el suelo y la sensación de temor de internarme en ese mercado laberíntico donde el murmullo políglota termina por robarte la nacionalidad. Dos ojos no me alcanzaban: me topé con toda clase de cosas y de gente. Desde encantadores de serpientes, a escribas, hechiceros, gitanas, adivinadores del futuro, acróbatas, saltimbanquis, trovadores…
Todavía sueño con el Palacio El Badi, una construcción de 1578 de la cual hoy quedan ruinas imponentes.
Me estremezco de solo pensar que estuve ahí mismo por donde pasaron fenicios, pueblos cartagineses, bereberes, bizantinos, romanos, vándalos y árabes. Tan lejos, tan sola, tan empapada de todo eso.
Dicen que Marrakech significa “vete de prisa". Curiosamente, quise irme de prisa, volver rápido a casa, salir disparando para no volver. Tardé en procesar todo aquello y una vez asimilado acepté que las segundas partes no son buenas. Para algunas cosas apenas una vez está bien.